Érase una vez

 

Esta semana me he leído Los días felices de Mara Torres. La premisa de la novela es que si el ser humano quiere saber cómo es su vida, solamente tiene que observar su día de cumpleaños cada cinco años desde la mañana hasta la noche, en qué cama se despierta, qué hace durante la jornada, con quién se relaciona, de qué van sus conversaciones, qué personas están alrededor de su tarta, qué regalos recibe y en qué circunstancias vuelve a cerrar los ojos para dormir. Porque cada cinco años, dijo aquel sabio, el mundo cambia, y cuando uno se quiere dar cuenta, es otro.

La novela me ha gustado. Pero no vengo hoy a hablar de ella, sino de ese bucle de cinco años. ¿Cuántas veces nos paramos a decir: «Si a mí me hubieran dicho hace cinco años…»

1990

Erase una vez una adolescente que soñaba con escribir novelas. Pero había oído decir muchas veces aquello que «de escribir no se vive» y decidió hacer algo práctico. Como le gustaban las Ciencias y ayudar a la gente, empezó Medicina. El primer año lo pasó fatal. No aprobó nada hasta junio y la relación con su novio del instituto se fue al garete.

1996

Después de seis años, con el título de médico en la mano, se fue a estudiar el MIR a Valladolid. La escritura era, como decía Chèjov, su amante. En 1994, había ganado un premio de poesía nacional. En 1995, uno regional. Pero no era escritora. Le daba un poco de apuro incluso decir que escribía y ni siquiera sus amigos leían sus escritos. La escritura era un hobby que se guardaba celosamente tras la puerta de la intimidad.

En Valladolid, conoció a un sevillano que dio al traste con la relación de cuatro años con su novio de la carrera. Y vio nevar por primera vez.

2001

Siguiendo al sevillano, se fue a hacer la especialidad de Medicina Familiar a Madrid. Pero un mes antes de incorporarse a su plaza, el sevillano la dejó por otra. Compuesta y sin novio, se incorporó a un equipo de gente joven y compartió piso con tres chicas. Y dejó de escribir. Para qué. Al cabo de un año —y varias relaciones fallidas— conoció a un traumatólogo. Se fueron a vivir juntos a los seis meses. En menos de un año, se casaron.

2006

Dos niños después, empieza a sentirse frustrada en su profesión. Y decide cambiar. Vuelve a estudiar el MIR, se presenta y lo aprueba y escoge una especialidad desconocida para ella en la carrera: Anestesia. Para no perder los recuerdos de esa etapa como madre residente y estresada empieza a escribir un blog: «La doctora Jomeini»

2011

El blog ha llegado a generar 10000 visitas al día. Se publica una primera novela —una comedia romántica— en el mismo estilo del blog. El gusanillo de la escritura dormido se despierta y empieza a roer cada día. Empieza a trabajar llevando las redes de una página médica mientras intenta sobrevivir al día a día.

2016

Cinco libros más tarde, se plantea la elección entre la literatura y la medicina y decide arriesgarse. Solicita un recorte de jornada para intentar potenciar la primera. No es fácil plantear la elección en casa, pero es muy tozuda y lo consigue.

HOY

No han pasado cinco años aún, pero el 1 de mayo de 2017 esa adolescente que soñaba con escribir, colgó la bata y convirtió el ordenador en su ventana al mundo.

No es que la vida cambie cada cinco años. Es que somos tan idiotas que muchas veces no distinguimos cuál es el camino correcto al principio. Lo bueno de esto es que, caminando por el equivocado, muchas veces nos enriquecemos. Y esa riqueza la llevamos con nosotros cuando volvemos al punto de partida. No cambiaría a mi santo por nada del mundo. Y mis años como médico me han humanizado para enfrentarme a mis personajes.

Pero como decía George Bernard Shaw, la vida no trata de encontrarse a uno mismo, sino de crearse a uno mismo. Tal vez necesitaba recorrer ese camino para estar preparada para ser yo. Y para comer perdices.

 

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