Dicen que las firmas de libros se idearon para bajar a los escritores a la Tierra. Yo, como me dijo la librera en la última, no me puedo quejar. Jamás me he ido de ninguna firma de vacío, como sé que si le ha pasado a otros compañeros. Y, aunque no todas tienen la maravillosa cola que tuve en la primera firma en La Casa del Libro de Gran Vía, siempre hay gente que me acompaña.
Pero aún así, odio las firmas.
¿Por qué?
Por dos motivos fundamentales: el primero es porque tienes que poner algo original en la dedicatoria. Si no, el lector la lee y dice: “Pues menuda mierda de escritor. Qué porquería de dedicatoria”. Es una presión mortal. Ahora, además, con esto de las redes sociales y de subir todo a Instagram, no puedes repetirte. Porque lo van a ver. Que estoy por seguir los consejos de Luis Piedrahita y poner “Un abrazo”.
Y en segundo lugar, porque tengo una memoria pésima para los nombres. Para las caras, no. Pero para los nombres, ay, eso es harina de otro costal. Qué dirás tú que qué tiene que ver la memoria para los nombres con las firmas de libros. Tiene que ver, créeme.
El otro día, en la Firma de la Noche en Blanco de La Laguna, estaba hablando con tres lectoras de las que a mí me gustan, que más que lectoras ya son como de la familia, porque a fuerza de leerse todo lo que publico me conocen más que mi madre. Pues –decía– estaba hablando con ellas y vislumbro, así, por el rabillo del ojo, el corpachón de uno de mis profes de instituto al que apodaban cariñosamente “La rana”. El caballero en cuestión tenía una boca muy grande, de esas que llegan de oreja a oreja, y la manía de sacar la lengua cuando se concentraba. O cuando había un mosquito cerca. A saber. Y, aunque recordaba perfectamente su cara y su mote, su nombre…¡ay!…se había diluido en la marea de los años.
“La rana” miraba el cartel donde se especificaban las horas de firma de autores ladeando la cabeza y con la lengua asomando entre los labios, preguntándose de qué le sonaba la tal Ana González Duque que decían que firmaba de 17 a 19 horas. Y yo, mientras tanto, maldecía el haber elegido botas con tacón alto que me impedían encogerme, tras las lectoras con las que hablaba, para que no me viera.
Es que imaginaros la dedicatoria que me hubiera visto obligada a escribir: “Para “La rana”, con todo mi cariño”. Va a ser que no.
Que se vaya, Dios mío, que se vaya –rezaba yo, sudando tinta, mientras lo veía acercarse a la mesa de los ejemplares de “Leyendas de la Tierra Límite“.
–¿De qué género es? –preguntó a la librera.
–Fantasía juvenil –le respondió ella. Y levantó la cabeza para localizarme y decirle que allí estaba la autora, pero él volvió a dejar el libro en la mesa y contestó:
–No, no es mi tipo de lectura. Gracias.
Y se marchó sin reconocerme mientras yo suspiraba de alivio.
Odio las firmas de libros porque van a acabar con mis coronarias.